Kore wa Lothar no minikuku mo utsukushii sekai
ESTE ES MI REINO... DONDE SOY EL REY, EL PEÓN Y EL ABAD

What the hell is Lothar_Daisuke??
Bienvenidos al feo y bello mundo de Lothar... aqui podrás encontrar con todas las vivencias de un tipo de los que no ves en todos lados... si no eres como el común de los mortales, ENTONCES ERES BIENVENIDO Al FEO Y BELLO MUNDO DE LOTHAR_DAISUKE!! ^^
A Lothar_Daisuke lo conocen en...
martes, noviembre 04, 2008
Mode:.:hungry!:.
Escuchando:.:Sonata Arctica - Black Sheep:.
Que tal blog!!! hace mucho tiempo que no nos veíamos, no?? Hoy te traigo un compilado de los mejores juegos que tuve en mi infancia… niños, recuerden JAMÁS hacer esto en casa.
Y aquí van:
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Recuerdo aquella vez, cuando entre todos los primos armamos “La Base”, como le llamábamos. Constaba de un árbol ahuecado con algunas tablas encima a modo de segundo piso, todo esto atrincherado detrás de una gran pirca. Era nuestra fortaleza; como armas, arcos, flechas, palos y piedras. Cualquiera que osara traspasar los límites de La Base, ya fuera uno de nuestros padres, algún trabajador, o incluso mi mismo abuelo, perecerían en el intento. Era nuestra trinchera, nuestro mundo… nuestra guerra. Pasábamos días enteros ahí, preparándonos para una eventual invasión. Una vez que entrabas, no había forma de salir (a menos que el almuerzo o la cena estuvieran listos). Si lo hacías, el enemigo (las vacas o los adultos) podrían acabar contigo en cosa de segundos!! Nadie se quedaba atrás. Si uno se tropezaba, los demás cubrían los flancos, mientras que uno dos le ayudaban al que estaba llorando en el suelo… ojala volvieran esos tiempos. Ojala todas las guerras fueran así.
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Recuerdo aquellos tiempos, cuando en el colegio, entre 1º y 3º básico, jugábamos al juego más peligroso que he jugado en mi vida (ten en cuenta que hoy en día practico artes marciales), las nunca bien ponderadas “zancadillas en las baldosas”. Cada recreo, y a escondidas del inspector Scarpa, íbamos, sigilosos, cautos y con sonrisas de complicidad, al patio techado, donde, por efecto del rocío de la mañana y el polvillo que ahí se juntaba, se armaba una película jabonosa, la cual nos permitía lanzarnos en barrida durante metros. El juego consistía, como bien imaginas, en botar al suelo, fuese como fuese, al compañero más cercano. Tuvimos horas de entretención y golpes contra el piso, hasta que uno de nosotros llorara. Cuando esto sucedía, el juego terminaba, el llorón era el perdedor y quien lo había botado era el ganador de todo el grupo. A pesar de todo el sufrimiento que nuestro juego implicaba, jamás se oyó una queja de parte de nosotros, éramos felices en esto.
Consecuencias: dos con tec cerrado y uno con dos dientes menos.
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Recuerdo cuando en vacaciones de verano en el campo de mi abuelo, en salamanca, nos juntábamos todos los primos, pescábamos nuestras cosas y nos encaminábamos, obviamente sin decirle nada a nuestros padres, hacia el río. Era una travesía sin igual. Íbamos con provisiones como para un mes sin comida. El camino pasaba junto a la plantación de melones del tío Mario, por lo que cada uno llevaba en su mochila, aparte de la toalla, las galletas, la botella con jugo, un cuchillo y frutas pequeñas; un melón. Llegábamos al río, que quedaba a aproximadamente 45 minutos a pie, dejábamos nuestras cosas donde fuera, y subíamos un risco de más o menos cinco metros. Desde ahí nos lanzábamos al agua. Era lo mejor, esa sensación de vértigo en el vientre, el momento en el que tus pies se despegaban del suelo, y cómo te aplaudían los demás, si cuando emergías llevabas en tu mano un puñado de arena del lecho del río. Al ocaso, volvíamos exhaustos a la casa de mi abuelo, con la mitad de los melones a cuestas, a recibir los retos pertinentes por no haber avisado y por el hecho de ir solos al río (no se nos permitía hacerlo). Obviamente, también nos retaban por haber sacado los melones, pero nos daba lo mismo; ya lo habíamos pasado genial y ahora era tiempo de dormir… por favor!!!
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Recuerdo cuando La Base fue invadida!!! Un día, a los trabajadores del fundo de mi abuelo les faltaban tablas para parchar unos hoyos en el coloso del tractor, y no se les ocurrió nada mejor que intentar desarmar nuestra guarida. Para desgracia de ellos, nosotros estábamos ahí dentro, planificando un asalto a gran escala a la casa del tío Mario para conseguir más clavos, cuando escuchamos la voz jadeante de uno de mis primos. –Viene el enemigo!!!- Gritaba mientras corría. Jamás vi tanta coordinación en un grupo. En cosa de segundos, estábamos todos en puestos estratégicamente planificados, todos con nuestras respectivas armas: palos, piedras, arcos, flechas y, los de mayor rango, hondas. Cuando el último trabajador pasó el perímetro de acción de nuestras armas, abrimos fuego. A uno le llegó una piedra en la cabeza, por lo que fue a parar al hospital con un tec cerrado, mientras que los demás, solo se llevaron unos cuantos moretones y un buen susto. Celebrábamos nuestra victoria, cuando el vigía grita -viene el tataaa!!-. Ahí se acabó nuestra celebración. Terminamos todos castigados sin poder salir a jugar durante una semana, no sin antes ir a pedirle disculpas a los trabajadores, pero por dentro, cada uno de nosotros se sentía orgulloso por haber defendido La Base hasta el final.
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Recuerdo cuando vivía en el sur, en Puerto Aisen, y teniendo alrededor de cuatro o cinco años, subía al techo de la casa (de esas tipo “A”) a escondidas de mis padres y me lanzaba en caída libre hacia la nieve desde aproximadamente cinco o seis metros de altura. Esas sensación en el vientre mientras vas cayendo es algo indescriptible. Se siente que la caía dura siglos. La incertidumbre de no saber de si vas a caer de cabeza o de espalda (que es como se supone debes caer), es una de las cosas que más nos motivaba (a los chicos de mi barrio y a mi) a hacerlo. Pero por lejos, lo que más me gustaba de todo eso, era el sonido que hacía la nieve cuando yo me incrustaba en ella y el sentirla aplastarse bajo mi espalda. Casi mato de un susto a mis padres la primera vez que lo hice, pues ver pasar a tu hijo en caída libre por la ventana del living no debe ser una sensación muy agradable…
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Recuerdo esas innumerables veces que, allá por el año 92’, en Constitución, nos lanzábamos cerro abajo en bicicleta directamente hacia un barranco de aproximadamente 7-8 metros, pero que se nivelaba con nuestra cota gracias a las enormes matas de zarzamora que crecían y se montaban una sobre otra. El fin del juego era venir lo más rápido que nos permitiera la física (sin tener idea siquiera de que ésta existía), y frenar “justo a tiempo”. El que dejara su marca más cerca del barranco era el ganador, el ganador sería atendido durante todo el día por los demás, por ser el más hábil y valiente. Esa sensación de alivio que se sentía cuando frenabas a medio metro del barranco y decías “gracias a dios no caí ahí dentro”, se contrastaba con el pensamiento de “maldición!! Por que no frené treinta centímetros después!!??”. Por supuesto, el juego se nos terminó cuando mi hermano cayó al barranco y desapareció entre los matorrales. Los adultos se demoraron más de una hora en sacarlo de su cama de espinas. La bicicleta aún yace ahí.
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Recuerdo cuando todos los primos, aproximadamente diez, jugábamos a las escondidas en la casa de mi abuelo. Dichas partidas terminaban, por lo general, de noche, lo que hacía que el juego fuera todavía más entretenido. Esconderse y buscar de noche es un cuento de otro mundo. Recuerdo todas esas veces que permanecí quieto, ocultando incluso mi respiración, escondido, literalmente, dentro de un pino, mientras que quien buscaba pasaba sigiloso por el lado mío. Esa sensación producida por la adrenalina en el momento exacto en el que salía de mi escondite y comenzaba la larga carrera de alrededor de 25 metros por el jardín, para poder llegar al lugar de la cuenta y poder gritar “¡¡por mi!!”
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Recuerdo cuando jugábamos, mi hermano, dos amigos del barrio y yo, en un pequeño carro que todavía usan en la fábrica de mi papá. El juego consistía en medir la destreza del piloto de turno durante una vuelta al perímetro del patio de la casa, usando como propulsión a los otros dos que quedaban libres (el cuarto hacía las veces de contrapeso/copiloto). El equipo ganador era aquel que lograba más levantes de ruedas y derrapes. Como podrás imaginar, por cada susto que pasábamos al estar al borde del volcamiento, más incrementaban nuestras ganas de dar otra vuelta. Cada curva era un suspiro de alivio, y cada vez que las ruedas volvían a tocar el suelo, se oía un grito de euforia que no alcanzaba a terminar cuando ya empezaba otro.
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Recuerdo cuando, junto a mi hermano y algunos chicos de mi barrio, hacíamos pistas con saltos para andar en bicicleta. No hacíamos grandes acrobacias, pero la emoción de cada salto no estaba dada por eso, sino por los escombros y las bicicletas tumbadas que había que sobrevolar antes de caer. Cada vez que alguien lograba saltar todos los obstáculos, estos eran movidos hasta su nueva marca, por lo que la auto-superación era obligatoria. La determinación y la tenacidad con las que contábamos nos hacían pedalear cada vez más rápido, y la adrenalina liberada por la incertidumbre de si ibas a caer bien, sano y salvo, o a “perecer en el intento” se liberaba en cantidades enormes a la hora de despegar las ruedas del suelo (tal vez por eso mismo no nos dolían las caídas).
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Recuerdo cuando teníamos 8 años y mi hermano mayor nos enseñó, a todos los primos, a jugar poker. Eran verdaderas batallas campales las que se libraban sobre la mesa del comedor, en la casa de mi abuelo. Jugábamos con porotos (10 pesos) y fósforos (50 pesos). Al final, siempre terminaba en una pelea entre el magnate y el perdedor de turno, lo que hacía aún más entretenidas las partidas, siempre que no fueras, claro está, ninguno de ellos dos. Ahí aprendimos a hacer negocios, a hipotecar, embargar, empeñar y a no confiar en nadie cuando de dinero se trata.
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Espero que les hayan gustado… a ver si recuerdo más cosas de estas y las subo después.
Nos vemos blog.
Lothar_Daisuke
Escuchando:.:Sonata Arctica - Black Sheep:.
Que tal blog!!! hace mucho tiempo que no nos veíamos, no?? Hoy te traigo un compilado de los mejores juegos que tuve en mi infancia… niños, recuerden JAMÁS hacer esto en casa.
Y aquí van:
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Recuerdo aquella vez, cuando entre todos los primos armamos “La Base”, como le llamábamos. Constaba de un árbol ahuecado con algunas tablas encima a modo de segundo piso, todo esto atrincherado detrás de una gran pirca. Era nuestra fortaleza; como armas, arcos, flechas, palos y piedras. Cualquiera que osara traspasar los límites de La Base, ya fuera uno de nuestros padres, algún trabajador, o incluso mi mismo abuelo, perecerían en el intento. Era nuestra trinchera, nuestro mundo… nuestra guerra. Pasábamos días enteros ahí, preparándonos para una eventual invasión. Una vez que entrabas, no había forma de salir (a menos que el almuerzo o la cena estuvieran listos). Si lo hacías, el enemigo (las vacas o los adultos) podrían acabar contigo en cosa de segundos!! Nadie se quedaba atrás. Si uno se tropezaba, los demás cubrían los flancos, mientras que uno dos le ayudaban al que estaba llorando en el suelo… ojala volvieran esos tiempos. Ojala todas las guerras fueran así.
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Recuerdo aquellos tiempos, cuando en el colegio, entre 1º y 3º básico, jugábamos al juego más peligroso que he jugado en mi vida (ten en cuenta que hoy en día practico artes marciales), las nunca bien ponderadas “zancadillas en las baldosas”. Cada recreo, y a escondidas del inspector Scarpa, íbamos, sigilosos, cautos y con sonrisas de complicidad, al patio techado, donde, por efecto del rocío de la mañana y el polvillo que ahí se juntaba, se armaba una película jabonosa, la cual nos permitía lanzarnos en barrida durante metros. El juego consistía, como bien imaginas, en botar al suelo, fuese como fuese, al compañero más cercano. Tuvimos horas de entretención y golpes contra el piso, hasta que uno de nosotros llorara. Cuando esto sucedía, el juego terminaba, el llorón era el perdedor y quien lo había botado era el ganador de todo el grupo. A pesar de todo el sufrimiento que nuestro juego implicaba, jamás se oyó una queja de parte de nosotros, éramos felices en esto.
Consecuencias: dos con tec cerrado y uno con dos dientes menos.
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Recuerdo cuando en vacaciones de verano en el campo de mi abuelo, en salamanca, nos juntábamos todos los primos, pescábamos nuestras cosas y nos encaminábamos, obviamente sin decirle nada a nuestros padres, hacia el río. Era una travesía sin igual. Íbamos con provisiones como para un mes sin comida. El camino pasaba junto a la plantación de melones del tío Mario, por lo que cada uno llevaba en su mochila, aparte de la toalla, las galletas, la botella con jugo, un cuchillo y frutas pequeñas; un melón. Llegábamos al río, que quedaba a aproximadamente 45 minutos a pie, dejábamos nuestras cosas donde fuera, y subíamos un risco de más o menos cinco metros. Desde ahí nos lanzábamos al agua. Era lo mejor, esa sensación de vértigo en el vientre, el momento en el que tus pies se despegaban del suelo, y cómo te aplaudían los demás, si cuando emergías llevabas en tu mano un puñado de arena del lecho del río. Al ocaso, volvíamos exhaustos a la casa de mi abuelo, con la mitad de los melones a cuestas, a recibir los retos pertinentes por no haber avisado y por el hecho de ir solos al río (no se nos permitía hacerlo). Obviamente, también nos retaban por haber sacado los melones, pero nos daba lo mismo; ya lo habíamos pasado genial y ahora era tiempo de dormir… por favor!!!
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Recuerdo cuando La Base fue invadida!!! Un día, a los trabajadores del fundo de mi abuelo les faltaban tablas para parchar unos hoyos en el coloso del tractor, y no se les ocurrió nada mejor que intentar desarmar nuestra guarida. Para desgracia de ellos, nosotros estábamos ahí dentro, planificando un asalto a gran escala a la casa del tío Mario para conseguir más clavos, cuando escuchamos la voz jadeante de uno de mis primos. –Viene el enemigo!!!- Gritaba mientras corría. Jamás vi tanta coordinación en un grupo. En cosa de segundos, estábamos todos en puestos estratégicamente planificados, todos con nuestras respectivas armas: palos, piedras, arcos, flechas y, los de mayor rango, hondas. Cuando el último trabajador pasó el perímetro de acción de nuestras armas, abrimos fuego. A uno le llegó una piedra en la cabeza, por lo que fue a parar al hospital con un tec cerrado, mientras que los demás, solo se llevaron unos cuantos moretones y un buen susto. Celebrábamos nuestra victoria, cuando el vigía grita -viene el tataaa!!-. Ahí se acabó nuestra celebración. Terminamos todos castigados sin poder salir a jugar durante una semana, no sin antes ir a pedirle disculpas a los trabajadores, pero por dentro, cada uno de nosotros se sentía orgulloso por haber defendido La Base hasta el final.
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Recuerdo cuando vivía en el sur, en Puerto Aisen, y teniendo alrededor de cuatro o cinco años, subía al techo de la casa (de esas tipo “A”) a escondidas de mis padres y me lanzaba en caída libre hacia la nieve desde aproximadamente cinco o seis metros de altura. Esas sensación en el vientre mientras vas cayendo es algo indescriptible. Se siente que la caía dura siglos. La incertidumbre de no saber de si vas a caer de cabeza o de espalda (que es como se supone debes caer), es una de las cosas que más nos motivaba (a los chicos de mi barrio y a mi) a hacerlo. Pero por lejos, lo que más me gustaba de todo eso, era el sonido que hacía la nieve cuando yo me incrustaba en ella y el sentirla aplastarse bajo mi espalda. Casi mato de un susto a mis padres la primera vez que lo hice, pues ver pasar a tu hijo en caída libre por la ventana del living no debe ser una sensación muy agradable…
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Recuerdo esas innumerables veces que, allá por el año 92’, en Constitución, nos lanzábamos cerro abajo en bicicleta directamente hacia un barranco de aproximadamente 7-8 metros, pero que se nivelaba con nuestra cota gracias a las enormes matas de zarzamora que crecían y se montaban una sobre otra. El fin del juego era venir lo más rápido que nos permitiera la física (sin tener idea siquiera de que ésta existía), y frenar “justo a tiempo”. El que dejara su marca más cerca del barranco era el ganador, el ganador sería atendido durante todo el día por los demás, por ser el más hábil y valiente. Esa sensación de alivio que se sentía cuando frenabas a medio metro del barranco y decías “gracias a dios no caí ahí dentro”, se contrastaba con el pensamiento de “maldición!! Por que no frené treinta centímetros después!!??”. Por supuesto, el juego se nos terminó cuando mi hermano cayó al barranco y desapareció entre los matorrales. Los adultos se demoraron más de una hora en sacarlo de su cama de espinas. La bicicleta aún yace ahí.
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Recuerdo cuando todos los primos, aproximadamente diez, jugábamos a las escondidas en la casa de mi abuelo. Dichas partidas terminaban, por lo general, de noche, lo que hacía que el juego fuera todavía más entretenido. Esconderse y buscar de noche es un cuento de otro mundo. Recuerdo todas esas veces que permanecí quieto, ocultando incluso mi respiración, escondido, literalmente, dentro de un pino, mientras que quien buscaba pasaba sigiloso por el lado mío. Esa sensación producida por la adrenalina en el momento exacto en el que salía de mi escondite y comenzaba la larga carrera de alrededor de 25 metros por el jardín, para poder llegar al lugar de la cuenta y poder gritar “¡¡por mi!!”
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Recuerdo cuando jugábamos, mi hermano, dos amigos del barrio y yo, en un pequeño carro que todavía usan en la fábrica de mi papá. El juego consistía en medir la destreza del piloto de turno durante una vuelta al perímetro del patio de la casa, usando como propulsión a los otros dos que quedaban libres (el cuarto hacía las veces de contrapeso/copiloto). El equipo ganador era aquel que lograba más levantes de ruedas y derrapes. Como podrás imaginar, por cada susto que pasábamos al estar al borde del volcamiento, más incrementaban nuestras ganas de dar otra vuelta. Cada curva era un suspiro de alivio, y cada vez que las ruedas volvían a tocar el suelo, se oía un grito de euforia que no alcanzaba a terminar cuando ya empezaba otro.
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Recuerdo cuando, junto a mi hermano y algunos chicos de mi barrio, hacíamos pistas con saltos para andar en bicicleta. No hacíamos grandes acrobacias, pero la emoción de cada salto no estaba dada por eso, sino por los escombros y las bicicletas tumbadas que había que sobrevolar antes de caer. Cada vez que alguien lograba saltar todos los obstáculos, estos eran movidos hasta su nueva marca, por lo que la auto-superación era obligatoria. La determinación y la tenacidad con las que contábamos nos hacían pedalear cada vez más rápido, y la adrenalina liberada por la incertidumbre de si ibas a caer bien, sano y salvo, o a “perecer en el intento” se liberaba en cantidades enormes a la hora de despegar las ruedas del suelo (tal vez por eso mismo no nos dolían las caídas).
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Recuerdo cuando teníamos 8 años y mi hermano mayor nos enseñó, a todos los primos, a jugar poker. Eran verdaderas batallas campales las que se libraban sobre la mesa del comedor, en la casa de mi abuelo. Jugábamos con porotos (10 pesos) y fósforos (50 pesos). Al final, siempre terminaba en una pelea entre el magnate y el perdedor de turno, lo que hacía aún más entretenidas las partidas, siempre que no fueras, claro está, ninguno de ellos dos. Ahí aprendimos a hacer negocios, a hipotecar, embargar, empeñar y a no confiar en nadie cuando de dinero se trata.
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Espero que les hayan gustado… a ver si recuerdo más cosas de estas y las subo después.
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y yo sigo igual
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Recuerdame matar a:
Los que dicen "marraqueta" en lugar de "Pan Batido"
LOS PERSAS: Por matar a los espartanos.
LOS ZURDOS: Por ser zurdos (menos a la Sole...).
AL SANTIAGUINO: Por alterado (santiaguino po xD).
DESCARTES: Por haberse mandado la cagada del milenio.
LOS FLYTES QUE SE ROBAN LOS CABLES DEL TELEFONO: Por tenerme de casero.
LOS ITALIANOS: por... italianos.